Mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma de 2019

La Santa Sede difundió este martes 26 de febrero el mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma de este 2019 titiulado “La creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios”, en el que hace un llamado a la conversión mediante el ayuno, la oración y la limosna.
“Que nuestra Cuaresma suponga recorrer ese mismo camino, para llevar también la esperanza de Cristo a la creación, que ‘será liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios’. No dejemos transcurrir en vano este tiempo favorable. Pidamos a Dios que nos ayude a emprender un camino de verdadera conversión. Abandonemos el egoísmo, la mirada fija en nosotros mismos, y dirijámonos a la Pascua de Jesús; hagámonos prójimos de nuestros hermanos y hermanas que pasan dificultades, compartiendo con ellos nuestros bienes espirituales y materiales”.
A continuación, el texto completo del mensaje del Papa Francisco:
“La creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios”
Cada año, a través de la Madre Iglesia, Dios «concede a sus hijos anhelar, con el gozo de habernos purificado, la solemnidad de la Pascua, para que […] por la celebración de los misterios que nos dieron nueva vida, lleguemos a ser con plenitud hijos de Dios» (Prefacio I de Cuaresma). De este modo podemos caminar, de Pascua en Pascua, hacia el cumplimiento de aquella salvación que ya hemos recibido gracias al misterio pascual de Cristo: «Pues hemos sido salvados en esperanza» (Rm 8,24).
Este misterio de salvación, que ya obra en nosotros durante la vida terrena, es un proceso dinámico que incluye también a la historia y a toda la creación. San Pablo llega a decir: «La creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios» (Rm8,19). Desde esta perspectiva querría sugerir algunos puntos de reflexión, que acompañen nuestro camino de conversión en la próxima Cuaresma.
1. La redención de la creación
La celebración del Triduo Pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, culmen del año litúrgico, nos llama una y otra vez a vivir un itinerario de preparación, conscientes de que ser conformes a Cristo (cf. Rm 8,29) es un don inestimable de la misericordia de Dios.
Si el hombre vive como hijo de Dios, si vive como persona redimida, que se deja llevar por el Espíritu Santo (cf. Rm 8,14), y sabe reconocer y poner en práctica la ley de Dios, comenzando por la que está inscrita en su corazón y en la naturaleza, beneficia también a la creación, cooperando en su redención.
Por esto, la creación —dice san Pablo— desea ardientemente que se manifiesten los hijos de Dios, es decir, que cuantos gozan de la gracia del misterio pascual de Jesús disfruten plenamente de sus frutos, destinados a alcanzar su maduración completa en la redención del mismo cuerpo humano. Cuando la caridad de Cristo transfigura la vida de los santos —espíritu, alma y cuerpo—, estos alaban a Dios y, con la oración, la contemplación y el arte hacen partícipes de ello también a las criaturas, como demuestra de forma admirable el “Cántico del hermano sol” de san Francisco de Asís (cf. Enc. Laudato si’, 87). Sin embargo, en este mundo la armonía generada por la redención está amenazada, hoy y siempre, por la fuerza negativa del pecado y de la muerte.
2. La fuerza destructiva del pecado
Efectivamente, cuando no vivimos como hijos de Dios, a menudo tenemos comportamientos destructivos hacia el prójimo y las demás criaturas —y también hacia nosotros mismos—, al considerar, más o menos conscientemente, que podemos usarlos como nos plazca.
Entonces, domina la intemperancia y eso lleva a un estilo de vida que viola los límites que nuestra condición humana y la naturaleza nos piden respetar, y se siguen los deseos incontrolados que en el libro de la Sabiduría se atribuyen a los impíos, o sea a quienes no tienen a Dios como punto de referencia de sus acciones, ni una esperanza para el futuro (cf. 2,1-11). Si no anhelamos continuamente la Pascua, si no vivimos en el horizonte de la Resurrección, está claro que la lógica del todo y ya, del tener cada vez más acaba por imponerse.
Como sabemos, la causa de todo mal es el pecado, que desde su aparición entre los hombres interrumpió la comunión con Dios, con los demás y con la creación, a la cual estamos vinculados ante todo mediante nuestro cuerpo.
El hecho de que se haya roto la comunión con Dios, también ha dañado la relación armoniosa de los seres humanos con el ambiente en el que están llamados a vivir, de manera que el jardín se ha transformado en un desierto (cf. Gn 3,17-18). Se trata del pecado que lleva al hombre a considerarse el dios de la creación, a sentirse su dueño absoluto y a no usarla para el fin deseado por el Creador, sino para su propio interés, en detrimento de las criaturas y de los demás.
Cuando se abandona la ley de Dios, la ley del amor, acaba triunfando la ley del más fuerte sobre el más débil. El pecado que anida en el corazón del hombre (cf. Mc 7,20-23) —y se manifiesta como avidez, afán por un bienestar desmedido, desinterés por el bien de los demás y a menudo también por el propio— lleva a la explotación de la creación, de las personas y del medio ambiente, según la codicia insaciable que considera todo deseo como un derecho y que antes o después acabará por destruir incluso a quien vive bajo su dominio.
3. La fuerza regeneradora del arrepentimiento y del perdón
Por esto, la creación tiene la irrefrenable necesidad de que se manifiesten los hijos de Dios, aquellos que se han convertido en una “nueva creación”: «Si alguno está en Cristo, es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo» (2 Co5,17). En efecto, manifestándose, también la creación puede “celebrar la Pascua”: abrirse a los cielos nuevos y a la tierra nueva (cf. Ap 21,1).
Y el camino hacia la Pascua nos llama precisamente a restaurar nuestro rostro y nuestro corazón de cristianos, mediante el arrepentimiento, la conversión y el perdón, para poder vivir toda la riqueza de la gracia del misterio pascual.
Esta “impaciencia”, esta expectación de la creación encontrará cumplimiento cuando se manifiesten los hijos de Dios, es decir cuando los cristianos y todos los hombres emprendan con decisión el “trabajo” que supone la conversión. Toda la creación está llamada a salir, junto con nosotros, «de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21).
La Cuaresma es signo sacramental de esta conversión, es una llamada a los cristianos a encarnar más intensa y concretamente el misterio pascual en su vida personal, familiar y social, en particular, mediante el ayuno, la oración y la limosna.
Ayunar, o sea aprender a cambiar nuestra actitud con los demás y con las criaturas: de la tentación de “devorarlo” todo, para saciar nuestra avidez, a la capacidad de sufrir por amor, que puede colmar el vacío de nuestro corazón.
Orar para saber renunciar a la idolatría y a la autosuficiencia de nuestro yo, y declararnos necesitados del Señor y de su misericordia.
Dar limosna para salir de la necedad de vivir y acumularlo todo para nosotros mismos, creyendo que así nos aseguramos un futuro que no nos pertenece. Y volver a encontrar así la alegría del proyecto que Dios ha puesto en la creación y en nuestro corazón, es decir amarle, amar a nuestros hermanos y al mundo entero, y encontrar en este amor la verdadera felicidad.
Queridos hermanos y hermanas, la “Cuaresma” del Hijo de Dios fue un entrar en el desierto de la creación para hacer que volviese a ser aquel jardín de la comunión con Dios que era antes del pecado original (cf. Mc 1,12-13; Is 51,3).
Que nuestra Cuaresma suponga recorrer ese mismo camino, para llevar también la esperanza de Cristo a la creación, que «será liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21). No dejemos transcurrir en vano este tiempo favorable. Pidamos a Dios que nos ayude a emprender un camino de verdadera conversión.
Abandonemos el egoísmo, la mirada fija en nosotros mismos, y dirijámonos a la Pascua de Jesús; hagámonos prójimos de nuestros hermanos y hermanas que pasan dificultades, compartiendo con ellos nuestros bienes espirituales y materiales. Así, acogiendo en lo concreto de nuestra vida la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, atraeremos su fuerza transformadora también sobre la creación.
Fuente: Aciprensa
Por la formación en el discernimiento espiritual

Mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma 2018

La Santa Sede ha hecho público hoy, 6 de febrero de 2018, el Mensaje del Papa para la Cuaresma 2018. Como cada año, el Santo Padre desea con su escrito “ayudar a toda la Iglesia a vivir con gozo y con verdad este tiempo de gracia”. Este año lo hace “inspirándome en una expresión de Jesús en el Evangelio de Mateo: «Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (24,12)”.
«Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (Mt 24,12)
Queridos hermanos y hermanas:
Una vez más nos sale al encuentro la Pascua del Señor. Para prepararnos a recibirla, la Providencia de Dios nos ofrece cada año la Cuaresma, «signo sacramental de nuestra conversión»[1], que anuncia y realiza la posibilidad de volver al Señor con todo el corazón y con toda la vida.
Como todos los años, con este mensaje deseo ayudar a toda la Iglesia a vivir con gozo y con verdad este tiempo de gracia; y lo hago inspirándome en una expresión de Jesús en el Evangelio de Mateo: «Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (24,12).
Esta frase se encuentra en el discurso que habla del fin de los tiempos y que está ambientado en Jerusalén, en el Monte de los Olivos, precisamente allí donde tendrá comienzo la pasión del Señor. Jesús, respondiendo a una pregunta de sus discípulos, anuncia una gran tribulación y describe la situación en la que podría encontrarse la comunidad de los fieles: frente a acontecimientos dolorosos, algunos falsos profetas engañarán a mucha gente hasta amenazar con apagar la caridad en los corazones, que es el centro de todo el Evangelio.
Los falsos profetas
Escuchemos este pasaje y preguntémonos: ¿qué formas asumen los falsos profetas?
Son como «encantadores de serpientes», o sea, se aprovechan de las emociones humanas para esclavizar a las personas y llevarlas adonde ellos quieren. Cuántos hijos de Dios se dejan fascinar por las lisonjas de un placer momentáneo, al que se le confunde con la felicidad. Cuántos hombres y mujeres viven como encantados por la ilusión del dinero, que los hace en realidad esclavos del lucro o de intereses mezquinos. Cuántos viven pensando que se bastan a sí mismos y caen presa de la soledad.
Otros falsos profetas son esos «charlatanes» que ofrecen soluciones sencillas e inmediatas para los sufrimientos, remedios que sin embargo resultan ser completamente inútiles: cuántos son los jóvenes a los que se les ofrece el falso remedio de la droga, de unas relaciones de «usar y tirar», de ganancias fáciles pero deshonestas. Cuántos se dejan cautivar por una vida completamente virtual, en que las relaciones parecen más sencillas y rápidas pero que después resultan dramáticamente sin sentido. Estos estafadores no sólo ofrecen cosas sin valor sino que quitan lo más valioso, como la dignidad, la libertad y la capacidad de amar. Es el engaño de la vanidad, que nos lleva a pavonearnos… haciéndonos caer en el ridículo; y el ridículo no tiene vuelta atrás. No es una sorpresa: desde siempre el demonio, que es «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44), presenta el mal como bien y lo falso como verdadero, para confundir el corazón del hombre. Cada uno de nosotros, por tanto, está llamado a discernir y a examinar en su corazón si se siente amenazado por las mentiras de estos falsos profetas. Tenemos que aprender a no quedarnos en un nivel inmediato, superficial, sino a reconocer qué cosas son las que dejan en nuestro interior una huella buena y más duradera, porque vienen de Dios y ciertamente sirven para nuestro bien.
Un corazón frío
Dante Alighieri, en su descripción del infierno, se imagina al diablo sentado en un trono de hielo[2]; su morada es el hielo del amor extinguido. Preguntémonos entonces: ¿cómo se enfría en nosotros la caridad? ¿Cuáles son las señales que nos indican que el amor corre el riesgo de apagarse en nosotros?
Lo que apaga la caridad es ante todo la avidez por el dinero, «raíz de todos los males» (1 Tm 6,10); a esta le sigue el rechazo de Dios y, por tanto, el no querer buscar consuelo en él, prefiriendo quedarnos con nuestra desolación antes que sentirnos confortados por su Palabra y sus Sacramentos[3]. Todo esto se transforma en violencia que se dirige contra aquellos que consideramos una amenaza para nuestras «certezas»: el niño por nacer, el anciano enfermo, el huésped de paso, el extranjero, así como el prójimo que no corresponde a nuestras expectativas.
También la creación es un testigo silencioso de este enfriamiento de la caridad: la tierra está envenenada a causa de los desechos arrojados por negligencia e interés; los mares, también contaminados, tienen que recubrir por desgracia los restos de tantos náufragos de las migraciones forzadas; los cielos —que en el designio de Dios cantan su gloria— se ven surcados por máquinas que hacen llover instrumentos de muerte.
El amor se enfría también en nuestras comunidades: en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium traté de describir las señales más evidentes de esta falta de amor. estas son: la acedia egoísta, el pesimismo estéril, la tentación de aislarse y de entablar continuas guerras fratricidas, la mentalidad mundana que induce a ocuparse sólo de lo aparente, disminuyendo de este modo el entusiasmo misionero[4].
¿Qué podemos hacer?
Si vemos dentro de nosotros y a nuestro alrededor los signos que antes he descrito, la Iglesia, nuestra madre y maestra, además de la medicina a veces amarga de la verdad, nos ofrece en este tiempo de Cuaresma el dulce remedio de la oración, la limosna y el ayuno.
El hecho de dedicar más tiempo a la oración hace que nuestro corazón descubra las mentiras secretas con las cuales nos engañamos a nosotros mismos[5], para buscar finalmente el consuelo en Dios. Él es nuestro Padre y desea para nosotros la vida.
El ejercicio de la limosna nos libera de la avidez y nos ayuda a descubrir que el otro es mi hermano: nunca lo que tengo es sólo mío. Cuánto desearía que la limosna se convirtiera para todos en un auténtico estilo de vida. Al igual que, como cristianos, me gustaría que siguiésemos el ejemplo de los Apóstoles y viésemos en la posibilidad de compartir nuestros bienes con los demás un testimonio concreto de la comunión que vivimos en la Iglesia. A este propósito hago mía la exhortación de san Pablo, cuando invitaba a los corintios a participar en la colecta para la comunidad de Jerusalén: «Os conviene» (2 Co 8,10). Esto vale especialmente en Cuaresma, un tiempo en el que muchos organismos realizan colectas en favor de iglesias y poblaciones que pasan por dificultades. Y cuánto querría que también en nuestras relaciones cotidianas, ante cada hermano que nos pide ayuda, pensáramos que se trata de una llamada de la divina Providencia: cada limosna es una ocasión para participar en la Providencia de Dios hacia sus hijos; y si él hoy se sirve de mí para ayudar a un hermano, ¿no va a proveer también mañana a mis necesidades, él, que no se deja ganar por nadie en generosidad?[6]
El ayuno, por último, debilita nuestra violencia, nos desarma, y constituye una importante ocasión para crecer. Por una parte, nos permite experimentar lo que sienten aquellos que carecen de lo indispensable y conocen el aguijón del hambre; por otra, expresa la condición de nuestro espíritu, hambriento de bondad y sediento de la vida de Dios. El ayuno nos despierta, nos hace estar más atentos a Dios y al prójimo, inflama nuestra voluntad de obedecer a Dios, que es el único que sacia nuestra hambre.
Querría que mi voz traspasara las fronteras de la Iglesia Católica, para que llegara a todos ustedes, hombres y mujeres de buena voluntad, dispuestos a escuchar a Dios. Si se sienten afligidos como nosotros, porque en el mundo se extiende la iniquidad, si les preocupa la frialdad que paraliza el corazón y las obras, si ven que se debilita el sentido de una misma humanidad, únanse a nosotros para invocar juntos a Dios, para ayunar juntos y entregar juntos lo que podamos como ayuda para nuestros hermanos.
El fuego de la Pascua
Invito especialmente a los miembros de la Iglesia a emprender con celo el camino de la Cuaresma, sostenidos por la limosna, el ayuno y la oración. Si en muchos corazones a veces da la impresión de que la caridad se ha apagado, en el corazón de Dios no se apaga. Él siempre nos da una nueva oportunidad para que podamos empezar a amar de nuevo.
Una ocasión propicia será la iniciativa «24 horas para el Señor», que este año nos invita nuevamente a celebrar el Sacramento de la Reconciliación en un contexto de adoración eucarística. En el 2018 tendrá lugar el viernes 9 y el sábado 10 de marzo, inspirándose en las palabras del Salmo 130,4: «De ti procede el perdón». En cada diócesis, al menos una iglesia permanecerá abierta durante 24 horas seguidas, para permitir la oración de adoración y la confesión sacramental.
En la noche de Pascua reviviremos el sugestivo rito de encender el cirio pascual: la luz que proviene del «fuego nuevo» poco a poco disipará la oscuridad e iluminará la asamblea litúrgica. «Que la luz de Cristo, resucitado y glorioso, disipe las tinieblas de nuestro corazón y de nuestro espíritu»[7], para que todos podamos vivir la misma experiencia de los discípulos de Emaús: después de escuchar la Palabra del Señor y de alimentarnos con el Pan eucarístico nuestro corazón volverá a arder de fe, esperanza y caridad.
Los bendigo de todo corazón y rezo por ustedes. No se olviden de rezar por mí.
Vaticano, 1 de noviembre de 2017
Solemnidad de Todos los Santos
Francisco
[1] Misal Romano, I Dom. de Cuaresma, Oración Colecta.
[2] «Salía el soberano del reino del dolor fuera de la helada superficie, desde la mitad del pecho» (Infierno XXXIV, 28-29).
[3] «Es curioso, pero muchas veces tenemos miedo a la consolación, de ser consolados. Es más, nos sentimos más seguros en la tristeza y en la desolación. ¿Sabéis por qué? Porque en la tristeza nos sentimos casi protagonistas. En cambio en la consolación es el Espíritu Santo el protagonista» (Ángelus, 7 diciembre 2014).
[4] Núms. 76-109.
[5] Cf. Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, 33.
[6] Cf. Pío XII, Enc. Fidei donum, III.
[7] Misal Romano, Vigilia Pascual, Lucernario.
Por los ancianos

Testimoniar el Evangelio en Asia

Derechos de los trabajadores y desempleados

Derecho de los trabajadores y desempleados



Sé valiente. La misión te espera | DOMUND


El Papa nos recuerda que la Jornada Mundial de la Misiones, que la Iglesia universal celebrará el próximo día 22, nos vuelve a convocar en torno a la persona de Jesús, el primero y el más grande evangelizador, quien continuamente nos llama a anunciar el Evangelio del amor de Dios Padre con la fuerza del Espíritu Santo. El mundo necesita el Evangelio de Cristo, y la misión de la Iglesia es anunciarlo, continuando su misión de Buen Samaritano, curando las heridas de la humanidad, y de Buen Pastor, buscando sin descanso a quienes están perdidos, viviendo sin luz, sin esperanza. La Jornada del Domund, y todo el mes de octubre, es una ocasión para vivir la dimensión universal de la Iglesia, invitando a las comunidades cristianas a interesarnos por las misiones, a colaborar económicamente en sus necesidades materiales, y a orar por los misioneros y por las vocaciones misioneras en sacerdotes, religiosos y laicos.
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES
Parroquias con puertas abiertas


La puertas de nuestras parroquias siempre están abiertas. Pidamos para que sigan así al servicio de los demás y de la transmisión de la fe.
La petición del Papa para este mes de septiembre esta especialmente ligada a la vida y la misión de los catequistas.
El Santo Padre explica que las parroquias tienen que ser casas donde la puerta esté siempre abierta para salir hacia los demás. “Se trata de abrir las puertas y dejar que Jesús salga afuera con toda la alegría de su mensaje”, añade el Papa Bergoglio. Y concluye invitando a rezar por nuestras parroquias, “para que no sean oficinas funcionales”, sino para que estén animadas por un espíritu misionero, siendo así “lugares de transmisión de la fe y testimonio de la caridad”.
Fuente: Manuel María Bru
No me quites mi duelo


Audiencia General del Papa Francisco que tuvo como tema principal el de la muerte en la familia. Esta, indicó, es “una experiencia que afecta a todas las familias, sin excepción alguna” puesto que “es parte de la vida”.
El Santo Padre subrayó que incluso “cuando toca a los queridos familiares, la muerte nunca es capaz de parecer natural”, y señaló que “sobrevivir a los propios hijos tiene algo particularmente angustioso, que contradice la naturaleza elemental de la relación que da sentido a la misma familia”.
Pero ante estos acontecimientos, también existe el ejemplo de muchas familias que afrontan la muerte de un familiar con fe.
“Esta fe nos protege de la visión nihilista de la muerte, como también de los falsos consuelos del mundo, así la verdadera vida cristiana ‘no tiene el riesgo de mezclarse con mitologías de varios géneros’, cediendo a los ritos de la superstición, antigua o moderna”, dijo Francisco, citando a su predecesor Benedicto XVI.
El Papa subrayó la necesidad de que los “Pastores y todos los cristianos expresen de modo más concreto el sentido de la fe ante la experiencia del luto en la familia” puesto que “no se debe negar el derecho al llanto–tenemos que llorar en el luto– también Jesús ‘rompió a llorar’ y se ‘turbó profundamente’ por el grave luto de una familia que amaba”.
“Podemos más bien atender al testimonio simple y fuerte de tantas familias que han sabido tomar, en el durísimo paso de la muerte, también el paso seguro del Señor, crucificado y resucitado, con su irrevocable promesa de la resurrección de los muertos”.
Francisco señaló que “el trabajo del amor de Dios es más fuerte que el trabajo de la muerte. Y de ese amor es del que debemos hacernos ‘cómplices’ trabajadores con nuestra fe” porque al final la muerte “ha sido derrotada en la cruz de Jesús” y Él “nos restituirá en familia a todos”.
Sobre la pérdida de algún familiar, el Santo Padre indicó que “la pérdida de un hijo o de una hija es como si parase el tiempo: se abre un abismo que engulle el pasado y también el futuro”. La muerte “es una bofetada a las promesas, a los dones y sacrificios de amor alegremente entregados a la vida que hemos hecho nacer”.
Francisco relató después cómo en la Misa de la mañana de la residencia de Santa Marta llegan a veces muchos padres con la foto de algún hijo, mayor o pequeño, que ha fallecido y cuya mirada “es dolorosa”. “La muerte toca y cuando se trata de un hijo toca profundamente. Toda la familia queda como paralizada, muda”.
Sucede algo parecido cuando es el niño el que permanece solo, por la pérdida de uno de sus padres o de ambos, explicó el Papa.
En este caso, la pregunta que se hacen los niños sobre dónde está el fallecido “cubre una angustia en el corazón del niño que se queda solo”.
“El vacío del abandonado que se abre dentro de él es tanto más angustioso por el hecho que no tiene si quiera la experiencia suficiente para ‘dar un nombre’ a lo que ha sucedido”.
El Santo Padre subrayó que en estos casos “la muerte es como un agujero vacío que se abre en la vida de las familias y de la que no sabemos dar explicación”. Esto conlleva que a veces “se llega a echar la culpa a Dios”.
“¿‘Por qué me has quitado a mi hijo, a mi hija? Dios no existe, ¡Dios no existe!’”, dijo el Papa a ejemplo de lo que a veces sucede. “Esta rabia es un poco lo que viene del corazón por un dolor grande, la pérdida de un hijo o una hija, del padre o de la madre es un gran dolor”, dijo.
Para el Papa esto “es algo que sucede continuamente en las familias” y, además, la muerte física “tiene ‘cómplices’ que son también peores que ella y que se llaman odio, envidia, soberbia, avaricia; en definitiva, el pecado del mundo que trabaja para la muerte y la hace todavía más dolorosa e injusta”.
Ante esto, “los queridos familiares aparecen como las víctimas predestinadas e impotentes de estas potencias auxiliares de la muerte, que acompañan la historia del hombre”.
El Papa pidió pensar en la “absurda normalidad” con la que “en ciertos momentos y en ciertos lugares, los acontecimientos que suman horror a la muerte vienen provocados por el odio y la indiferencia de otros seres humanos. ¡Que el Señor nos libre de habituarnos a esto!”.
Pero en la Iglesia, indicó, “con la gracia de su compasión donada en Jesús, muchas familias demuestran con los hechos que la muerte no tiene la última palabra: esto es un verdadero acto de fe”.
“La oscuridad de la muerte va afrontada con un intenso trabajo de amor. ‘Dios mío, ¡ilumina mis tinieblas!”, podría pedir alguno.
“En la luz de la Resurrección del Señor, que no abandona a ninguno de aquellos que el Padre les ha confiado, nosotros podemos quitar a la muerte su ‘aguijón’”, dijo el Papa, a la vez que “podemos impedir que nos envenene la vida, echar a perder nuestros afectos, hacernos caer en el vacío más oscuro”.
El Santo Padre destacó que “en esta fe podemos consolarnos el uno a otro, sabiendo que el Señor ha vencido a la muerte de una vez por todas” y “la esperanza nos asegura que ellos están en las manos buenas y fuertes de Dios”.
El Papa reiteró que “el amor es más fuerte que la muerte” y por ello “el camino es hacer crecer el amor, hacerlo más sólido, y el amor nos cuidará hasta el día en el que cada lágrima será enjugada”.
“Si nos dejamos sostener por esta fe, la experiencia de luto puede generar una fuerte solidaridad de lazos familiares, una nueva apertura al dolor de las otras familias, una nueva fraternidad con las familias que nacen y renacen en la esperanza”. Y esto “nos da la fe”.
Sobre aquellos que ya fallecieron, el Papa Francisco afirmó que “el Señor restituirá y nosotros nos encontraremos junto a ellos”.
“¡Esta esperanza no decepciona!”, aseguró.