“Los frutos del Espíritu son: alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio de sí” (Galatás, 5, 22-23 )

El tiempo pascual concluye con la celebración de PENTECOSTES. Cincuenta días después de la Resurrección, el Espíritu del Resucitado dio inicio a la Iglesia, que desde entonces se mueve a impulsos del Espíritu. Los relatos de Pentecostés llaman a una nueva creación, a un nuevo comienzo. La importancia del Espíritu es central en los inicios de la Iglesia, y ese mismo protagonismo tendría que tener el Espíritu en nosotros si queremos ser una Iglesia a la altura de los tiempos. El problema es que el Espíritu sigue siendo el gran desconocido. Los discípulos estaban con las puertas cerradas por miedo. Debemos abrir las puertas y ventanas al aire del Espíritu y dejar que sea de verdad el Espíritu del Resucitado quien guie y dirija nuestras vidas. Dejemos que el Espíritu tome la iniciativa y cedan nuestros egos y luchas de poder. El centro lo ocupa la vida de Dios que el Espíritu alienta. De ese modo, buscaremos el bien común, el bien de los que tenemos a nuestro lado, el bien de los más necesitados. Y daremos los frutos del Espíritu.
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