“La ciudad se llenó de alegría” (Hch 8,8)

La fe en Cristo resucitado llevó a los primeros cristianos a vivir alegres a pesar de las dificultades tan rudas que encontraban. Era tal la alegría que tenían que contagiaron a toda la ciudad. Experimentaban la alegría que ya les prometió Jesús: “Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría” (Jn 16, 20) La tristeza nos hunde y nos repliega sobre nosotros mismos. El papa Francisco nos advierte del gran riesgo de la tristeza individualista: “El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien “ (EG 2)
Nuestra religión es la religión de la presencia del Cristo vivo. La alegría cristiana nace del encuentro con Cristo resucitado, como la de aquellos dos de Emaús (Lc 24, 13-35), es fruto de una experiencia de fe en Èl y de comunión con Aquel que es Camino, Verdad y Vida, que nos muestra cuál es el sentido de mi vida en el mundo, la grandeza de mi destino. Sólo el Señor Jesus puede ofrecer la alegría que nadie nos podrá arrebatar (Jn 16,22)
La alegría verdadera se desarrolla dentro de la persona. El mismo Espíritu de Jesús resucitado es el que provoca, como en aquellos discípulos de Emaús, ese gozo interior. Esa alegría no podemos comprarla ni poseerla, se nos ofrece gratuitamente cuando vamos de camino. Nos visita de pronto cuando acogemos al inmigrante y nos sorprende el huésped, cuando cuidamos al enfermo y él nos ofrece su salud, cuando vestimos al desnudo y él nos ofrece su traje nuevo, cuando vamos a ver al preso que nos libera, cuando damos de comer al hambriento y él nos ofrece un banquete como el que nunca habríamos podido imaginar (Mt 25, 35-49). Serán ellos los que escriban nuestros nombres en el cielo, en el corazón del Padre-Madre del Cielo “alegraos más bien de que vuestros nombres estén escritos en el cielo” (Lc 10,20)